jueves, 1 de marzo de 2007

El comienzo

C. A. Saavedra


CRÓNICAS APÓCRIFAS

De cómo trabajar en una transnacional automotriz japonesa
y sobrevivir para contarlo






























La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla.
G.G.M.

Mi relato será fiel a la realidad o,
en todo caso, a mi recuerdo personal
de la realidad, lo cual es lo mismo.
J.L.B.
A Nancy, Lili y Carli, que porfiaron
con una tenacidad digna de mejor causa
para que el cronista escriba algo decente sobre sus casi cuarenta años como burócrata de una compañía automotriz japonesa.

A mi amigo Pedro Malca, cuyo homónimo circula por estas crónicas como un pálido reflejo del personaje en quien se inspira.

A Teresa, Elsa, Geli, Hatsumi y Susanita,
dueñas de todo mi afecto.

A mis queridos amigos de siempre
-ellos saben quiénes son-, cuyas sombras también pululan por ahí, en la esperanza de que no se tomen tan a pecho lo que crean
que les corresponde.

A Onoe-san, gracias a cuya decisión
pude disponer de todo el tiempo del mundo como para escribir estas crónicas.

A los ejecutivos japoneses con los que trabajé en la transnacional automotriz, dignos de mi consideración y respeto, porque de todos ellos siempre se aprende algo.

Y porque así son, pues.














ACLARACIÓN

El autor, mero cronista aficionado,
deja constancia de lo siguiente:
que la buena memoria no es su fuerte,
que sus recuerdos probablemente
ya están distorsionados por el tiempo,
aunque no puede precisar en qué medida.
Y, por si acaso,
cualquier semejanza con la realidad
no es pura coincidencia.

C.A.S.
INDICE

I. EL COMIENZO
II. EL SAMURAI ENAMORADO
III AMIGOS Y ENEMIGOS
IV HISTORIA DE FELIPE Y EL REHÉN TOMIOKA-SAN
V EL SAMURAI BORRACHÍN
VI VENTURAS Y DESVENTURAS DE PEDRO EL COPROLÁLICO
VII LA AVENTURA CREPUSCULAR DE IWAN-SAN
VIII LA HISTORIA DEL GOLDEN BOY
VIII EL EXITOSO SAPO DE POZO PROFUNDO
IX EPILOGO
EL COMIENZO

Tenía 23 años y andaba envuelto en un lío sentimental con una muchacha inteligente y complicada, que poco después lo abandonaría para seguir una maestría en los Estados Unidos. Había superado una enfermedad que lo mantuvo alejado de la universidad durante tres años y trabajado como taxista gracias al pequeño capital que le dieron sus tíos para comprarse un automóvil de segunda, que tuvo que vender para solventar los apremios económicos de su familia. Y por último, estudiaba Derecho en San Marcos, en horario nocturno, y a menudo no tenía dinero ni para sus pasajes; de manera que le era imperioso conseguir trabajo, porque -para redondear el drama- su familia requería que alguien más que su padre contribuya al mantenimiento de la casa, en la que había diez bocas que alimentar.
La búsqueda no fue fácil. Compraba El Comercio todos los sábados y domingos con la esperanza de encontrar un aviso de requerimiento de personal que pudiera encajar con su precario perfil profesional, pero la mayoría de esos avisos eran para gente de ventas, tipo ¿Quieres ser un triunfador?, ¿qué esperas?. ¡Ingresa al maravilloso mundo de las ventas, solo necesitas decisión!. Y él ingresó, o trató de ingresar a ese mundo más de una vez: a la venta de libros (enormes enciclopedias de las que tenía que cargar no menos de tres ejemplares, casi cuatro kilos, y caminar cuadras de cuadras con el maletín que le dio la distribuidora), venta de herramientas, venta de equipos de oficina, pero nunca vendió nada. Evidentemente no era un hombre de ventas: apenas tenía que hablar con los posibles clientes para ensalzar la calidad de los productos que ofrecía se le trababa la lengua y terminaba en una lastimosa demostración de tartamudez y sudoración que hacía imposible cualquier venta, más bien generaba en el eventual comprador un deseo inmediato de que termines tu perorata y desaparezcas, en lo que, evidentemente coincidían ambos: la tortura del oyente y la tortura del hablante. Hasta que vio ese pequeño aviso, perdido entre tantos otros que colocan usualmente las agencias de empleo: “Importante empresa automotriz requiere los servicios de joven, de preferencia universitario, de buena presencia, excelente redacción, para puesto administrativo”.
La dirección era en el Callao, lo cual no le pareció tan conveniente, puesto que él vivía en el Rímac, en el extremo Norte de Lima, pero, a falta de otra oferta, se dijo que podría ser, así que se metió dentro del único terno que tenía, tomó el ómnibus de la Línea 7 y recaló en la oficina de la agencia a primera hora del lunes. Llegó a las 7:45 a.m., quince minutos antes de la hora de atención, y encontró a cerca de veinte jóvenes como él que aspiraban al mismo puesto. A su turno el entrevistador le dijo que tenía las condiciones para ocupar el cargo, pero que la decisión final la tomaba el Gerente de Administración de la empresa interesada, una automotriz japonesa en plena expansión en el mercado peruano, que tenía su Planta de Ensamblaje en Ventanilla, Callao, y su Oficina Principal en la Avenida Arica, en Breña. Algo parecido le diría a los otros jóvenes que pretendían el puesto de trabajo porque cuando llegó a la oficina de la empresa se encontró con casi todos ellos, también a la espera de ser entrevistados por el Gerente de Administración.
Quien ocupaba ese cargo era Enrique Koizumi, en ese tiempo un maduro nikkei, campechano y desenvuelto, fumador empedernido, casi un cincuentón, de frondosa cabellera negrísima, lacia, que gustaba peinársela con una impecable raya al costado izquierdo, dibujando un como descuidado rulo rebelde en el lado opuesto de su breve frente. “Ay, Don Enrique, qué bonito robacorazón”, exclamaban las chicas -según se enteró después- cuando lo veían venir a media tarde, agitado, se supone que tras haber hecho las múltiples gestiones propias de su área, aunque por ahí corrían rumores de que sus agitaciones tenían otro origen, que no era del caso comentar para evitar indiscreciones comprometedoras. Tenía, Don Enrique, aires de galán de cine japonés -las secretarias nikkeis decían que se parecía a Toshiro Mifune, el actor emblemático de Akira Kurozawa, y parece que tenían razón, porque solían recibir con agrado sus excesos de familiaridad en el trato con ellas, sus abrazos, sus apachurres, sus besitos, “¿Cómo estás, linda?, ¡qué bonita que has venido hoy día, chinita; dichosos los ojos, cómo envidio a Tomasito!”, le decía a su secretaria.. Debía de entrevistar a las dos decenas de candidatos a ocupar el cargo de Asistente de Administración que le acababa de enviar la agencia chalaca que había contratado, para evitar que su oficina se viera invadida por todos los desocupados que diariamente devoraban El Comercio en busca de oportunidades. Esperaba que la agencia le enviara cuatro o cinco candidatos, los más idóneos, pero tenía que entrevistar a veinte. “Bonito trabajo han hecho estos cojudos; un poco más y me envían a todos los desocupados de Lima” decía, ironizando, mientras se disponía a entrevistar a los nerviosos pretendientes a ser su asistente. Y, bueno, cómo serían los otros candidatos, que el elegido fue él. “Por su redacción y su fluidez en la conversación; se veía que había leído un montón, de manera que de inmediato consideré que podría ser el apoyo que yo necesitaba en Administración; no me imaginé que unos años después formaría el Sindicato de Empleados, enfrentándose conmigo de la forma más ingrata. Eso ya se lo perdoné, pero nunca lo voy a olvidar, porque me dejó malparado ante los japoneses, quienes me increparon que cómo no podía controlar a mi propia gente, que cómo era posible que un empleado de Administración liderara el alboroto contra la empresa. Aunque en verdad no fue un dirigente conflictivo, gustaba de conversar antes que de hacer líos, como querían los dirigentes de Planta”, le confió Koizumi años después a Jaime Pollard, su amigo y coterráneo, cuando él de sindicalista ya no tenía nada y era el Asesor Legal y Gerente de Planeamiento de la compañía.
Entonces la Oficina Principal estaba ubicada en el segundo piso del local del concesionario Pedro Martinto S.A., cuyo propietario había sido el introductor de los vehículos de la marca japonesa en el Perú.
-En realidad quien introdujo la marca fui yo -corrigió Jacqueline Martinto al Doctor y a Alfredo Ramón, Gerente de Finanzas de la transnacional japonesa, casi cuarenta años después, cuando ambos tuvieron que negociar con ella la liquidación de ese concesionario-, porque fui yo quien vio en un periódico americano la propaganda de esos autitos, pequeños para la época, y le dije a Papi que esos automóviles eran los adecuados para el Perú, porque había que ir pensando en carros económicos, no tan grandes como los que gustaban los americanos. Y a Papi le pareció buena la idea, y tanto le porfié, tanto cargoseó esta gringa que ven ahora ya vieja, pero en esa época una jovencita graciosa y bonita, que Papi, haciéndole caso a su hijita, averiguó la dirección y les envió una carta a los japoneses, presentándose como empresario peruano (acuérdense que Pedro Martinto S.A. ya tenía en esa época más de cincuenta años de fundada y era una de las firmas importadoras más importantes del país), bueno, se presentó como un empresario peruano interesado en tener la representación de esos automóviles en el Perú. Papi nunca había tenido relaciones comerciales con japoneses y mandó la carta sin confiar mucho en que responderían, “Nada se pierde intentando”, dijo, pero se dio con la sorpresa de que los japoneses contestaron al toque, como se dice ahora, y le dijeron que en el término de un mes estaría viniendo al Perú su representante para ver el mercado y verificar los antecedentes de la empresa. No sabes la alegría que nos dio, pero también el temor, porque nosotros no sabíamos nada de carros, nuestro giro era la maquinaria industrial, pero, en fin, nos preparamos a recibir al representante, que resultó siendo el señor Tanaka, a quien desde un comienzo nosotros comenzamos a decirle Tanakita, porque era bajito, realmente chiquito, flaquito, seriecito y muy caballeroso, un verdadero gentleman en miniatura. Y yo que le decía Tanakita por aquí y Tanakita por allá, lo abrazaba y su cabeza me daba por acá, a la altura del pecho, porque yo ya era casi tan grandaza como soy ahora, más tal vez porque con los años uno se achica, y él se ponía todo colorado…
-Tal vez el señor Tanaka aceptó darles la representación porque se encandiló contigo, Jackie -la interrumpió el Doctor, siempre buscando la arista romántica en la confesión de Jacqueline.
-Puede ser, porque yo era bien agrandada, pero un poco estúpida, en el sentido de no saber que podía inspirar ciertas cosas en los hombres, ustedes me entienden…
-Claro, Jackie, yo me imagino, hasta ahora eres una mujer guapa -comentó Alfredo, previa carraspeada, haciendo un esfuerzo por mostrar una voz firme.
-Gracias, Alfredito, tú siempre tan caballero, tan fino en tus expresiones -y Jackie le dio una intensa mirada de agradecimiento que encendió vivamente las mejillas del contador público colegiado-. En fin, así fue la cosa. Tanakita se hizo gran amigo de nosotros. Estuvo como un mes por acá, lo llevamos a todo sitio; le gustaba ir a la cocina y comer los platos criollos picantes, era de lo más familiar que puedan ustedes imaginarse. Quién iba a pensar que después sería Presidente Ejecutivo de una empresa tan importante y Director de la Casa Matriz en Japón.
El local era pequeño y de una distribución caprichosa, que parecía haber sido diseñado por un arquitecto minimalista empeñado en desorientar a los visitantes. El ingreso principal era por la Avenida Arica, pero los empleados entraban por el Jirón Rebeca Oquendo, una calle estrecha, de nula iluminación nocturna, lo cual era un incentivo para que las parejas buscaran la complicidad de la penumbra para practicar sus escarceos amatorios. “Los que se quedaban a hacer sobretiempo se ganaban con semejantes espectáculos, muchacho -hace memoria, ya a la distancia, Luis Yoshimoto-. Recuerdo que quien siempre venía en las noches era el cholo Sotil, que en esa época jugaba por el Muni. Tenía tremendo carrazo, un Mustang, y venía con la modelito de televisión, esa con la que después tuvo un hijo. Tenían unos chapes malditos, aunque yo los veía así de pasadena nomás, pero había otros patas, los mirones…”, “Los voyeurs”, le corregía el Doctor, todo freudiano él, “…Déjate de finezas, los mirones, que se quedaban en plan ya bien calentón, muchacho, no te imaginas”, decía Yoshimoto, recordando, nostálgico, sus inicios, cuando ni se imaginaba que llegaría a Gerente Central de Ventas de la compañía.
Koizumi tenía como secretaria a una señora joven, Elsita, hija de padres chinos, que todavía no llegaba a la treintena, de buen porte, garbosa y de busto prominente, que concitaba cierta curiosidad entre los varones por descubrir la incidencia de la ley de la gravedad en tales privilegios glandulares.
-China, ta que a Tomás lo debes tener bruto con tus tetas, deben ser riquísimas -le decía Yoshimoto, entonces llamado el Pequeño Saltamontes por su parecido con el chinito de la serie Kung Fu, en un exceso de confianza-, el hombre debe querer estar prendido todo el tiempo, como un bebito con hambre…
-Oye, qué te has creído, ¿quién te ha dado esa confianza? -le replicaba ella, en tono recriminatorio, pero escondiendo una pícara sonrisa de satisfacción.
-Es que así debe estar el pata, pues, Chinita, recontra bruto con tus…
-Ya, ya, déjate de cosas, además ya el Cholo se acostumbró, ya ni le llaman la atención, ni me las mira… y tú dices eso de puro morboso, japonesito malcriado.
El japonesito malcriado era asistente del Gerente de Ventas Carlos Barreto, ex empleado de la automotriz americana Peruvian Autos, que solía combatir su antigua afición al cigarro masticando chicle, caminando y frotándose las manos a toda hora. Junto con él habían venido otros empleados con antecedentes en el negocio automotor, pero el que más destacaba, no precisamente por sus méritos sino por su imponente físico, era Fernando Cock, un negro que frisaba ya los cuarenta años, de cerca de un metro noventa de estatura y más de ciento veinte kilos de peso, de pelo en extremo apretado y mostachos enormes -su más preciado tesoro- que terminaban en gruesas puntas hacia abajo, a lo Groucho Marx. Fernando había adoptado un modo de hablar utilizando giros idiomáticos y un acento de indetectable origen, cercano a lo tropical. No podía estar sin hablar y sin moverse de una oficina a otra. El peor castigo que se le podía dar era ordenarle que se mantenga tranquilo en su escritorio. Gustaba lucir siempre impecable, con terno elegante y a la moda, pasear su figura por el Jirón de La Unión entre siete a ocho de la noche y disparar sus piropos a las damas transeúntes –siempre que encajaran en su exquisito molde estético- sin ningún remilgo, haciendo gala de una crudeza expresiva que, no obstante ello, hacía mucha gracia a las destinatarias. A las damas blanquiñosas y bien formadas no les mezquinaba su verbo, “Mamacita estás riquísima, déjame probar tu sazón, te muerdo el poto”, les decía mirándoles los ojos con absoluta seriedad; “Preciosa tú eres lo que me ha recomendado el médico para mi estrés, abusiva, cúrame con tu cariño”, y ellas se reían al escuchar lisonjas tan atrevidas de un señor tan bien puesto. Tenía dos fobias que parecían salirle de lo más recóndito de su ser y contra las que no podía luchar: (1) su desprecio hacia las negras, “Quédate en tu casa, negra fea, por qué has salido”, les decía, “Y tú qué te crees, negro culón, zambo maricón”, le replicaban las más osadas, deslizando alguna duda sobre su ostentosa hombría, y (2) su odio a los serranos. “La desgracia de Lima es que se está llenando de serranos cochinos, que quieren hacer acá lo que hacen en sus chacras, ¿por qué no se quedan en sus pueblos y luchan allí por su progreso?”, decía a voz en cuello en cualquier lugar público cuando se veía rodeado de gente mayoritariamente andina, que festejaba sus expresiones racistas con ruidosas risotadas. Ver a un negro enorme hablando con ese desparpajo contra los cholos era todo un espectáculo que había que celebrar, pues.
Fernando se encargaba de hacer trámites en el Ministerio de Transportes -diligencias de todo tipo- y de recoger y llevar la correspondencia al Correo Central. Por esto último cobraba un sobretiempo que parecía exagerado, por lo cual Koizumi reasignó esta función, dado que, según decía, había que reducir las horas extras que Fernando reportaba diariamente.
-Así que te vas a encargar de la correspondencia, chico. Está bien, ése era mi trabajo, y yo me ganaba mis buenas horas extras; pero, dicen que contigo van a ahorrar, yo no sé cómo, porque tú, chico, como yo, vas a tener que ir al correo temprano, antes de venir a la oficina, para recoger las cartas, y eso te toma mínimo media hora, y luego, a la salida, vas a tener que ir todos los días a dejar las cartas para provincias y Japón, y eso te va a tomar por lo menos una hora, porque hay que ir a diversas zonas del Correo y formar cola, no se trata de que llego y por mi linda cara me atienden de inmediato, chico, hay que hacer dos colas y esperar; o sea, recapitulando, son hora y media, que yo redondeaba a dos horas al día, ¿te parece mucho?.
-Bueno, me parece que…
-Tú pareces buen muchacho, creo que nos vamos a entender, así que no me maletees; tú también pon dos horas de sobretiempo al día, para que vean que yo no les he estado metiendo el dedo, ¿estamos?.
-No se preocupe, señor, yo…
-No me digas señor, huevón, dime Fernando. ¿Somos amigos?.
-Por supuesto, Fernando.
-Okey, chico, apóyame.
Y lo apoyó, claro. Continuaron las dos horas diarias de sobretiempo, ya a su cargo, mientras Fernando se limitaba a inscribir los vehículos en la Dirección General de Tránsito -“Me voy a Tránsito” era su pretexto de todos los días para salir a cualquier hora de la oficina- y de cumplir los encargos de Toshiro Morozumi, el antipático Director de Ventas.
Morozumi era un japonés de muy mal carácter, que tenía una mirada entre curiosa y malhumorada; no gustaba de contestar el saludo, pero cuando no se le saludaba se hacía el ofendido y comentaba el hecho en Administración para que Koizumi les llame la atención a los descorteses. Cuando uno se cruzaba con él en alguno de los muchos recovecos de la oficina te observaba como diciendo ¿qué me miras, nunca me has visto?, y la cosa era peor con las damas, a quienes atravesaba con la mirada, se supone que siempre tratando de averiguar algo, de hurgar y calcular algo, lo que causaba en ellas una gran incomodidad, “Y era curioso con nosotras, indiscreto y mañoso, Carlitos, daba ganas de mandarlo a rodar”, recuerda Violeta, secretaria del señor Barreto, hace años afincada en Miami.
-Vioreta, ¿tú… tienes enamorado?.
-Sí, señor Morozumi, ¿por qué me lo pregunta?.
-Ah, ¿y cómo se llama?.
-Alfredo, ¿por qué?.
-Y ¿cuánto tiempo ya con enamorado Alfredo?.
-Tres años, señor, ¿por qué me hace tantas preguntas?.
-Ah, bastante tiempo, ¿no?. Y, tú con enamorado Alfredo… ¿ya hacen cositas?.
-De qué cositas está hablando, señor Morozumi…
-Cositas de amor, pues, cariños en camita, con Alfredo.
-Por favor, si no tiene más que decir, me disculpa…
-Ya, ya Vioreta, no moreste, por favor, sólo preguntaba.
Empero, Morozumi no aplicaba su interrogatorio erótico en su trato con todas las secretarias; por ejemplo a la señorita Teresa, su enérgica secretaria nikkei, siempre le hablaba con mucho respeto, con exquisitez oriental, “Teresita-san” le decía, con una extraña sonrisa melosa que cuidaba de no mostrar a ninguna otra persona. “Sí, señor Morozumi” le contestaba ella, también con voz meliflua, pero manteniendo una decente distancia para evitar habladurías.
En esa época Teresa era casi la versión femenina de Morozumi: dura de carácter, apenas si contestaba el saludo, y cuando tenía que manifestar su opinión sobre algo, especialmente si se trataba de una opinión en contra, era como si lo estuviera haciendo en la Cámara de Diputados, perorando a voz en cuello, con unos agudos terribles.
La verdad es que no entiendo por qué dicen que yo era terrible y malcriada, porque hasta donde yo recuerdo, era más bien tímida, y precisamente por esa timidez a veces no contestaba el saludo o lo hacía con un gesto que era malinterpretado. Lo que pasa, y eso tienen que reconocérmelo, es que ya desde esa época era bien empeñosa, no me gustaba perder el tiempo en zonceras, en chismes y conversaciones triviales; recién de vieja me puse algo frivolona, más conversadora y risueña, un poquito más sinvergüenza también, porque me ponía a llenar los geniogramas a vista y paciencia de mis propios jefes, cuando era secretaria de los presidentes de la compañía, comenzando por el señor Kawakami, un verdadero caballero, el señor Tanaka, tan amable, el señor Konishi, el señor Suzuki y todos los demás, pero es que no tenía mucho que hacer o lo que tenía que hacer lo hacía rápido y me quedaba un montón de tiempo libre, ¿qué querían que haga, que me dedicara a la chismografía?. Después, cuando pasé a trabajar con el señor Hayata, ya como Sub Gerente de Administración y tenía mi escritorio en la misma oficina del Doctor, ahí sí ya perdí mi timidez y me reía a mandíbula batiente de todas las cosas que se le ocurrían al Doctor, que resultó muy gracioso, bien pícaro, con sus comentarios subidos de tono que al principio me chocaron, pero después me hacían jaranear como una loca; ay, yo no sé por qué mi risa es tan escandalosa, hasta ahora me río así y Pedro se molesta; a veces venían de Ventas, al otro extremo de la oficina, para averiguar qué estaba pasando, por qué me reía como una loca, no sé, creo que querían compartir la gracia conmigo, porque venían con su sonrisaza, preguntando, qué pasa Tere, de qué te ríes, cuenta, pues, por fis, y yo que no, que el Doctor, tan seriecito él, había dicho tal cosa y que tal otra, lo cual a ellos no les parecía razón para tanto escándalo; pero así era yo, pues.

Teresa fue la primera persona contratada para trabajar en la empresa. Se puede decir, literalmente, que ella fue parte de la negociación de local y activos con la compañía japonesa que tenía sus oficinas en el Edificio Pizarro, que había decidido retirarse del Perú por haber concluido su contrato con el gobierno. El gerente de esa empresa, enterado de que Tanaka-san estaba buscando oficinas, le ofreció su local, pequeño pero muy funcional, con el área suficiente como para albergar a los pocos empleados que se tenía previsto contratar en ese tiempo. Teresa era la secretaria, administradora, jefe de personal, portera y todo lo demás de esa compañía, además de engreída del gerente, quien la recomendó a Tanaka-san, tanto que Tanaka-san la contrató de inmediato, con escritorio, teléfono y todo lo que había en su pequeña oficina, de manera que Teresa continuó trabajando en su mismo ambiente, con todo lo que tenía antes, pero para otra empresa y otro jefe. “Contratamos una oficina con secretaria incorporada”, solía decir Luis Hayata.

Hasta ese tiempo la única subordinación que había tenido era la paterna, contra la cual solía rebelarse con más frecuencia de la debida. Ahora tenía que cumplir con todos los encargos, órdenes y pedidos de su jefe y de la propia secretaria, Elsita, tan delicadamente mandona, y luchar contra su distracción, acaso su enfermedad infantil nunca bien curada, esa que en determinado momento hizo que fuera de la Oficina al Correo conduciendo un vehículo de la compañía, recoger la correspondencia de los apartados postales, comprar un diario en un quiosco de la esquina del Jirón Camaná, y, sumido en la lectura, tomar como un autómata el microbús que se le cuadró al frente, hasta que, llegado que hubo a la oficina, su jefe le pidió el carro porque tenía que hacer una gestión y recién entonces se dio cuenta que lo había dejado olvidado en una cochera cercana al Correo. Decir un silencioso ¡Ay, chucha! de malhadada sorpresa, tomar un taxi y recoger el vehículo, fue instantáneo, mientras Don Enrique se preguntaba “¿Adónde se ha ido este muchacho?”. Reapareció cuarenta minutos después, “Se me reventó una llanta y tuve que llevarla a la reencauchadora. Tenía tres huecos y por eso ha demorado tanto su arreglo, Don Enrique”. La mirada del jefe no pudo ser más incrédula, claramente significaba “Sí, huevón, a mí con cojudeces, yo también he sido muchacho”.
La cuestión sindical marcó su trayectoria profesional en la empresa. En principio, a pesar de que sus preferencias políticas en San Marcos se inclinaban hacia la izquierda, en esa época su principal interés tenía otras motivaciones y no se hacía problemas con las inquietudes de un grupo de trabajadores de la Planta por constituir un sindicato que pudiera equiparar los derechos laborales de los empleados respecto a los de los obreros, sobre todo los aumentos remunerativos que habían logrado éstos gracias a la presión de su sindicato. Sin embargo, el hecho de aparecer a menudo con un libro bajo el brazo, generalmente una novela, y su fluida conversación sobre temas diversos -era notorio que se mantenía bien informado en temas de actualidad- había motivado que se le considere un joven bien leído, un hombre inteligente, lo que a su vez generó dos hechos que aún recuerda, uno con curiosidad, como la manifestación de escondidos celos, y el otro con todavía emocionado orgullo, una suerte de demostración de que algo había hecho por sus compañeros en su paso por la empresa:
1) El llamado que le hizo Luis Hayata, Gerente de Contabilidad, supuestamente para poner a prueba su tan mentada lucidez.
-Me han dicho que siempre estás leyendo algo y que eres muy inteligente -le dijo, en un tono en el que se confundían la curiosidad y la ironía.
-¿Hum?, ¿ah, sí?. No sé…
-A ver, te voy a hacer una pregunta y piensa bien antes de contestar. Escucha bien, que te la voy a decir una sola vez. Subí a un manzano, habían manzanas, comí manzana y no quedaron manzanas, ¿cuántas manzanas había en el árbol?.
La pregunta le cayó de sorpresa, porque en ningún momento pensó que lo iban a someter a una prueba de razonamiento lógico, más propia de los exámenes de ingreso a las universidades. Se quedó pensando acerca del porqué de esta caprichosa interpelación, no para desentrañar su misterio, y le contestó a Hayata “No sé”, a lo que éste le replicó con una sonrisa algo maligna “No te preocupes, creo que han exagerado un poco”, y
2) El interés de los empleados de Planta, quienes querían contar con su apoyo para la constitución de un sindicato que los ponga en igualdad de condiciones con los obreros.
El problema era que no podían alcanzar el número mínimo de afiliados exigidos por ley, debido a que no habían logrado que los empleados de la Oficina Principal suscribieran el padrón de afiliados, y en esa situación de estancamiento estaban hacía dos meses, hasta que a alguien, un iluminado, Doctore, se le ocurrió pensar en él como el hombre que podría motivar la adhesión de esos empleados. Fueron a buscarlo repetidas veces a su casa del Rímac, pero nunca lo encontraban porque él llegaba después de las diez de la noche, más preocupado en avatares de otra índole, no precisamente altruistas, ya habías empezado tu romance con la Conejita, Carlitos. Entonces decidieron esperarlo hasta esa hora, y pudieron hablar con él, le expusieron el problema y lo comprometieron a trabajar con ellos para lograr el reconocimiento legal del Sindicato de Empleados.
La cuestión era cómo hacer para que los empleados se interesen en el tema y firmen el padrón, qué hacer para sacarlos de la inercia, cómo inducirlos a hacer algo por ellos mismos y a vencer el temor que siempre genera el inevitable enfrentamiento con la patronal, porque ése era el principal problema: no querer malquistarse con la Gerencia. No era su caso: se había sentido tocado por una suerte de afán de solidaridad, la adormecida emoción social resucitada por el proyecto de los muchachos de la Planta, y si tenía que enfrentarse con su jefe, lo haría, tratando de mantener las buenas formas, así que decidió que la mejor manera de hacerlo era siendo transparente, tomando al toro por las astas, y habló con don Enrique Koizumi.
-Don Enrique, quería hablar con usted sobre un tema que…
-Me imagino que es sobre lo del sindicato… ya me han dicho que vienes moviendo a la gente para que firmen el padrón y logren el número de adherentes para presentar el expediente al Ministerio de Trabajo. Como ves, estoy bien informado. Tú eres mi asistente, asistente de administración, y no puedes estar promoviendo acciones contra la empresa, que dejarían mal a la Gerencia de Administración y particularmente a mí; eres un universitario, Carlos, futuro abogado, no entiendo por ello tu interés en formar un sindicato, que lo único que busca es crear problemas, generar conflictos, promover reclamos…
-Perdón, Don Enrique, precisamente de eso queremos hablar en una reunión en esta oficina, en su presencia, porque hay mucha desinformación. La idea es que todos los empleados de la Oficina, de Repuestos y Servicios debatan respecto a ese tema, ver los pros y los contras, y que usted mismo esté presente, para que dé su opinión. Si yo me adhiero a la idea de formar el sindicato, será sólo si en la reunión se decide eso, y tenga la seguridad de que no es para crear problemas, sino para solucionarlos…
-Eso suena muy bonito, pero yo no soy tan ingenuo como para creerlo.
-Es que es así, Don Enrique, lo que menos debe esperar de nosotros es la deslealtad…
-Bueno, si esa es la idea, cuentas con mi autorización, pero yo quiero estar presente.
La reunión se llevó a cabo un viernes a las seis de la tarde, y por supuesto que estuvo presente el señor Koizumi.
-Amigos, gracias por su asistencia a esta reunión, que hemos convocado para intercambiar ideas en torno a algo que ya todos ustedes conocen y que vienen liderando los empleados de la Planta: la formación del Sindicato de Empleados…
-Tienes que ser claro en manifestar las verdaderas intenciones del sindicato y de las consecuencias que podría traer, Carlos, para que los empleados sepan cuáles son los problemas que pueden generarse con su formación. Ustedes saben cómo son los japoneses, tan recelosos, pueden tomar como una deslealtad un acto así, porque ellos piensan que en una empresa que trata bien a sus trabajadores no tiene por qué haber sindicato, hasta ahora están siendo justos con ustedes y no sé si…
-Precisamente a eso vamos, Don Enrique, la intención de quienes buscan formar el sindicato no es crear problemas, porque los problemas ya existen, es resolverlos en base a la conversación, que se conozca el punto de vista de los empleados…
-Por lo que veo, tú ya te manifestaste a favor de la formación del sindicato…
-No es eso, lo que quiero es que cada cual opine y recién después tomar la decisión, lo que decida la mayoría. Yo me pregunto, y en eso sí tomo partido, si los beneficios que consiguen los obreros en base a los acuerdos que suscriben con la empresa también los gozan los empleados, el porcentaje de los aumentos generales, las condiciones de trabajo, los beneficios sociales…
-Por supuesto que sí, todas esas cosas que consiguen los obreros son otorgadas a los empleados, a ustedes les consta. ¿Ustedes no han recibido sus aumentos cada año?. Claro que a cada cual se le ha dado según la evaluación de sus jefes. No ha habido un aumento igual para todos, eso no es justo, porque no todos se esfuerzan por igual, no todos merecen lo mismo, no estamos en un país comunista, Carlitos.
-Perdón, Don Enrique, disculpe que esté en desacuerdo con usted, pero no es así –manifestó, esforzándose en mantenerse sereno, Mauricio, el cajero, que tenía acceso a la planilla y conocía los conceptos remunerativos que alcanzaban a obreros y empleados-, los obreros tienen una serie de beneficios que no tenemos los empleados, empezando por los aumentos generales, a algunos no nos toca nada…
-Y hay otros conceptos que tampoco nos dan –agregó Carmencita, empleada de Contabilidad, nikkei de hablar normalmente breve pero incisivo, que se debocaba cuando algo la emocionaba- y que hay que reclamar, Charly, porque no es justo que no nos den todo lo que corresponde, nos aumentan según como les parece; nosotros en Contabilidad nos rompemos, nos hacen trabajar horas extras varias veces a la semana y no nos pagan la tasa por trabajos extras que les pagan a los obreros, a ellos les dan beneficios adicionales; no es justo, Charly, no es justo, yo sé de lo que hablo, y pido que todos hablen, que opinen, no se queden callados, ustedes de Repuestos y Servicios digan algo, porque se sabe que tienen problemas, que el señor Angulo les exige…
-Yo creo, Carlitos, que debemos ser muy cuidadosos, y si si se va a formar el sindicato, no debemos crear problemas –intervino en tono conciliador Andrés Serván, asistente de la Gerencia de Repuestos- tenemos que ver bien lo que buscamos y cómo lo hacemos. No debemos poner en peligro nuestro trabajo.
-Sí, estamos de acuerdo, Andrés, tenemos que ser sensatos, no llegar a los extremos a que llegan otros sindicatos. Ya le he dicho a Don Enrique que lo que se busca es contar con una herramienta que promueva el intercambio de ideas, para evitar que la gente se sienta marginada en sus derechos, eso no es atentar contra los intereses de la empresa... Es buscar el diálogo para que la gente sienta que sus derechos son respetados; ¿ es eso desestabilizar a la empresa?.
Así, en ese tono continuó el debate, por casi dos horas, y al final la decisión fue unánime: todos los asistentes manifestaron su acuerdo en que se forme el sindicato y su decisión de firmar el padrón de afiliados. A la salida de la oficina, a la expectativa, estaban los promotores de Planta: Pedro Angulo, el voceado Secretario General, los Sánchez, el Cholo Venegas, que habían traído, por si las moscas, Carlitos, el padrón de afiliados, el que los empleados fueron firmando ordenadamente, alcanzándose así el número mínimo exigido por el Ministerio de Trabajo. Don Enrique aparentemente no tomó el hecho a la tremenda, tuvo que reportar la reunión al Presidente Ejecutivo, el señor Kawakami, quien le dijo que no se preocupe tanto, que él había sido dirigente gremial en Japón y que sabría manejar el problema.
El sindicato se constituyó con gente de Planta en los cargos dirigenciales más importantes, pero también con participación de varios empleados de Lima en la directiva: él como Secretario de Prensa y propaganda, Luis Yoshimoto, el japonesito malcriado, como Secretario de Técnica y Estadística, Andrés Serván y Angel Uchiyama como vocales, además de Angie Morimoto como Secretaria de Economía. Años después todos ellos alcanzarían cargos gerenciales, excepto la dama –que fuera invitada a renunciar a la empresa cuando su marido Toshi, nikkei que también laboraba en Repuestos, fue promovido a Sub Gerente-, pero nunca renegaron de su pasado sindicalista, más bien bromeaban entre ellos acerca de quién había sido el más sobón, el más patero y complaciente en su relación con la patronal cuando eran dirigentes. Pero casi todos tenían tranquilidad de conciencia, casi todos.
La conducción de la empresa estaba a cargo de Tahei Kawakami, Presidente Ejecutivo, quien había reemplazado en el nivel jerárquico más alto al austero y hierático Takehide Toyama. Compartió su gestión con el pequeño y anodino Tsutomu Iijima, decorativo Gerente General durante cuatro de los seis años en los que Kawakami fue el amo y señor de la compañía. Kawakami era una suerte de señor feudal solapadamente autoritario, de figura alta, algo gruesa, gran testa y frondosa cabellera cana, de trato amable y sonriente, que solía esconder sus rasgos mandones en una perenne actitud afable. Tenía gran carisma, saludaba a todos con extrema formalidad y todos le contestaban esbozando sus más espléndidas sonrisas: “¿Cómo está Kawakami-san?, Hi, señor Kawakami”. Gustaba celebrar su cumpleaños -el evento social más esperado de la empresa- en su casa de San Antonio, Miraflores, a la que invitaba a todos los empleados sin excepción. “Cómo no acordarse de esas fiestas, Negrito, había comida en abundancia, por primera vez comí tempura, sashimi, sushi y también tuve mi primera borrachera con sake, vodka, whisky, y el viejo Kawakami compartiendo con todos, ¡él sí fue un Gran Jefe!”, recuerda el Gordo Pineda, calificado entonces de amarillo y propatronal, epítetos que no provocaben en él ningún disgusto, más bien una suerte de orgullo premonitoriamente gerencial.
Kawakami tomó sin sobresalto la constitución del Sindicato de Empleados, pero no dejó de reprender a Koizumi por no haberlo mantenido al tanto de los movimientos que se venían dando para su formación, aunque desde un principio adoptó la actitud tipo son gajes del oficio, propio de quien sabe que el sindicalismo es consustancial a la existencia de las grandes empresas. “Carlos, usted es un buen empleado, está bien que sea dirigente sindical, pero también cuide su carrera en la empresa, usted tiene condiciones para llegar a ser gerente, todo depende de su propio interés en serlo”, le dijo en una oportunidad en que lo llamó a su oficina para tratar los temas que había planteado el Sindicato. ¿Pensaba así realmente o era un anzuelo lanzado para capturar a un pececillo altanero?. Su buena disposición hacia los reclamos gremialistas hizo crisis en el cuarto año de su administración, cuando los sindicatos plantearon nuevas condiciones de trabajo y aumentos generales que no pudieron ser atendidos, desencadenándose una huelga general que paralizó la producción, justamente en momentos en que la empresa requería de mayor cantidad de vehículos para atender la creciente demanda. Entonces Kawakami trocó su imagen de caballero sonriente y amable por la del samurai despiadado que todo japonés bien nacido lleva dentro: despidió a todos los dirigentes sindicales obreros y estuvo en un tris de hacer lo mismo con los dirigentes del Sindicato de Empleados. “He despedido a todos los directivos obreros porque se niegan a ser razonables, quieren llevar a la compañía a la quiebra, y tendría que hacer lo mismo con usted, por ser Secretario General del Sindcato de Empleados, pero no lo hago porque considero a usted persona decente, porque creo que es mi amigo. Espero que usted piense bien y hable a demás directivos”, le dijo una tarde en su oficina, dejándolo sin lugar a réplica. Había redundado en el uso del pronombre para hacer más amenazante su admonición. Y lo había logrado.
El mayor éxito de Kawakami fue la buena pro obtenida en la licitación automotriz convocada por el gobierno militar del golpista general Juan Velasco Alvarado para seleccionar a las marcas automotrices que se mantendrían como exclusivas plantas de ensamblaje en el país a partir de 1972. Compitieron más de veinte marcas, entre ellas las que tenían empresas ya establecidas: General Motors, Ford, Chrysler, Fiat, Renault, Peugeot, Citroen, Toyota, Nissan, Isuzu, Volvo, Scania, Leyland, Volkswagen, Mercedes Benz. Fue una competencia durísima, en la que los lobbystas acosaban a los jerarcas de las empresas postoras garantizándoles la buena pro a cambio de una importante comisión por su asesoría profesional. Se dice que el trabajo técnico y todo el ajetreo documentario estuvo a cargo de Luis Hayata y José Nakamine, quienes ya se perfilaban como los favorecidos de las gracias niponas, y que el ingeniero Pedro Rojas, Asesor Técnico del Directorio, había conseguido el contacto de Carlos Velasco Alvarado, campechano hermano del Presidente de la República y a la sazón comandante del Ejército, quien solía explotar su parentesco para llevar agua a su molino, oficiando de tramitador de alto vuelo. Al final, Chrysler, Toyota, Nissan, Volkswagen y Volvo fueron las favorecidas, mientras que las demás, entre ellas las dos poderosas automotrices norteamericanas, tuvieron que dejar el mercado peruano.
Kawakami fue generoso cuando podía serlo, incluso tuvo el gesto -agradecido por todo el Perú- de regalarle un automóvil Corona a cada una de las integrantes de la selección nacional de vóleibol, que había obtenido el primer lugar en el Campeonato Sudamericano de ese deporte. Le tenía un aprecio especial al ingeniero Pedro Rojas, viejo criollo chiclayano, bien hablado, conocedor de todos los vericuetos gubernamentales y municipales por los que había que transitar para obtener las autorizaciones y licencias que necesitaba todo negocio. “Ingeñero” le decía, con esa su dificultad para pronunciar la sílaba nie, “Sí, don Tahei, aquí estoy para lo que mande”, le contestaba Rojas con voz afectuosa y estentórea, poniéndose de pie enérgicamente, “Gracias, ingeñero, je, je, sólo saludando”, le contestaba el Presidente Ejecutivo, en una suerte de cortejo de veteranos que se repetía todos los días. Rojas trabajaba solo; los ajetreos ministeriales parecían sobrepasar su capacidad de aguante: era evidente que necesitaba un asistente, alguien que se encargue del ir y venir, del lleva y trae, ante las dependencias públicas, y ya le había echado el ojo a alguien.
-Muchachito -le dijo un día, cuando él ya tenía dos años como Asistente de Administración- te he estado observando y veo que eres muy despierto, bastante rápido en lo que haces, y yo necesito alguien así en mi área, ¿no quieres trabajar conmigo?. Ahí en Administración se hace cosas rutinarias, siempre lo mismo, controlar los ingresos y salidas del personal, calcular el sobretiempo, comprar los útiles de escritorio, cojudeces, no se aprende nada, no se usa el cerebro, en cambio acá vemos los temas importantes de la compañía, tenemos que hacer gestiones en los ministerios, conversar con funcionarios de gran nivel, redactar documentos, sustentar proyectos, y tú estás estudiando abogacía según me han dicho, así que piénsalo.
Rojas –quien solía saludarlo cada mañana con un “Qué tal, Charlecillo, cómo le ha amanecido, arrugadito o encogido?”- era el encargado de preparar los múltiples expedientes que con frecuencia debían presentarse ante el Ministerio de Industria para obtener las autorizaciones de importación y de inversión que requería la Planta; ahora se había fijado en él, y eso lo halagaba enormemente.
-Gracias, ingeniero, pero habría que ver lo que piensa Don Enrique.
-Eso déjamelo de mi cuenta, muchachito, sólo quería saber si tenías interés o no.
Don Pedro Rojas tenía sus vicios y virtudes, sus calenturas; era, en el fondo, un afectuoso viejo verde: se aprovechaba de su edad y del respeto que ella inspiraba entre los jóvenes para demostrarle sus afectos a las chicas más guapas de la oficina, abrazándolas, apachurrándolas, palmeándoles cariñosamente sus traseros, Ay, ingeniero, qué bandidito había sido, diciéndoles frases zalameras, apelando a los antiguos piropos limeños, siempre cargados de picardía, invitándolas a que suban a su automóvil para trasladarlas a sus domicilios o acercarlas al paradero donde abordaban sus ómnibus, mientras en el trayecto se regodeaba apreciando y toqueteando de casualidad lo que las breves minifaldas dejaban al descubierto cuando el vehículo hacía maniobras imprevistas. “Estas muchachitas están como cuete, compadre, como cuete, mira esas falditas que usan ahora, con esta moda de la minifalda, mira a la Mercedes, a Carmencita, a la flaca Violeta, que muestran casi todo cuando están sentadas o cuando se agachan, a la china Elsa, con tan buenas tetas que dan ganas de volver a ser lactante, a Angie, la japonesita de Repuestos, con tan bonitas piernas, carajo, una muñequita oriental, cómo uno va a mantenerse tranquilo y con las manos quietas, teniendo el panorama que tiene al frente!. Ustedes, los jóvenes de ahora, ¿no sienten lo mismo?, porque cuando uno tiene veinte años, al menos así era yo a esa edad, todo el tiempo anda inquieto, ¿o me equivoco?. Qué no haría yo por volver sólo algunos añitos a mi juventud, o tener veinte años menos, arrasaría con todas ellas. Sabes, Charlecillo, los años pasan sin que uno los sienta, y uno se da cuenta cuando el amigo de abajo, el peladito, ya no responde como debiera, por mucho que te esfuerces, ya no es lo mismo; las damas siempre te piden más, por muy tímidas que parezcan, en la cama se desatan, la más tranquilita se vuelve una fiera, te pide unito más, ¿No te gustó?, te preguntan, mimosas, y uno las energías las tiene ya dosificadas, con las justas alcanza para uno, un polvito, casi seco, compadre, pero siempre se hace el esfuerzo, hasta la sin hueso hay que usarla”, le decía, melancólico, cuando ambos iban al Ministerio de Industria.
Poco a poco se fue familiarizando con los trámites y gestiones, leía los escritos del ingeniero, las sustentaciones, los términos técnicos, los recursos retóricos, y se decía, carajo qué imaginativo es Rojitas, es ingeniero pero se maneja una redacción de abogado, y leía con fruición esos escritos, admiraba su secuencia, su orden lógico, trataba de aprender esa técnica, y la aprendió, porque un día el ingeniero le pidió que sustente una reclamación debido a la respuesta negativa que había tenido un expediente relacionado con la devolución de pagos efectuados en exceso, o algo así, y cuando hubo terminado el escrito se lo dio para que lo corrija. La respuesta de su jefe lo llenó de satisfacción. Terminada la lectura de las tres páginas del documento le dijo: “Carajo, no tengo absolutamente nada que corregir, y si la gente del Ministerio no nos da la razón cuando presentemos este escrito, es que son unas reverendas bestias. Te felicito, Charles, ya no tienes nada que aprender de mí”.
Un día, en plan de acercamiento, le dijo que tenía un nombre poético.
-¿Poético? –le preguntó el ingeniero, un poco asombrado-. Si no fuera porque no eres la primera persona que me lo dice habría pensado que eres un rosquete, compadre. En realidad eres la segunda persona que me dice algo parecido, no exactamente lo mismo; tiene que ver con un poema del cholo Vallejo, ¿no es cierto?.
-Sí, ingeniero, uno que dice “Solía escribir con su dedo grande en el aire…”
-“¡Viban los compañeros, Pedro Rojas!”, sí, me lo hizo leer una maestrita, profesora de Literatura de mi hijo Cali, con quien tuve unos encontrones de padre y señor mío, y ella sacando siempre sus poemas del cholo Vallejo después de cada polvo; así que yo, con tal de tirármela, bueno, tú sabes cómo son las cosas. Pero qué buenas sesiones poéticas pasé con esa maestrita, hasta que se fue becada a España y nunca más supe de ella. Fueron unos polvos muy cultos, compadre, muy cultos.

Cuando se graduó de abogado todos comenzaron a llamarlo doctor, doctorcito, doctore, doc, dóctor. En esa época asumió la Gerencia General de la empresa Tsurayaki Watanabe, japonés de aires mundanos, a quien gustaba que lo llamen simplemente Fernando. Tenía cuarenta y cuatro años y un enorme afán de figuración. Escapaba al estereotipo del japonés tradicional tanto por su locuacidad y corpulencia como por su afabilidad y deseo de mostrarse siempre amable con todos. En su juventud había estudiado varios años en la Universidad de Madrid y como rezago de ello tenía un muy perceptible acento hispánico en su perfecto castellano, así como giros y expresiones propios de la capital española. Gustaba de reunirse con los jóvenes, a quienes convocaba a su oficina para escucharlos y formarse una idea de su potencial. Siguiendo esa línea de acción, a poco menos de un mes de llegado al país llamó al Doctor a su amplia oficina, intercambiaron unas cuantas frases y de inmediato simpatizó con él.
-Me da mucho gusto, hombre, encontrar en la empresa jóvenes como tú, dinámicos, de buen criterio, con los que se puede conversar, intercambiar ideas, aunque he notado en ti un cierto airecillo de izquierda, lo cual es comprensible por tu juventud y por los vientos que soplan en este país. Con el tiempo te darás cuenta de que la libre empresa, la libre competencia y la flexibilidad laboral son los verdaderos motores de la economía; es una lástima que en el Perú los militares estén haciendo todo lo contrario porque eso no es conveniente. Son buenas intenciones que causan malos resultados. ¿Conoces esa frase del Dante, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones?. Creo que es perfectamente aplicable a lo que están haciendo acá los militares. ¿Se dice acá de joven incendiario y de viejo bombero?. Me imagino que así serás tú.
-Bueno, sí, supongo que seré así, pero por ahora todavía no llego a bombero. En San Marcos uno casi está obligado a ser de izquierda. No sé si le informaron que yo fui uno de los que formaron el Sindicato de Empleados de la empresa…
-Sí, sí, y que has sido Secretario General, fue lo primero que me dijeron de ti, y eso ha limitado un poco tu progreso; creo que le han dado demasiada importancia al tema. Hay sindicalistas y sindicalistas. El señor Kawakami, el anterior Presidente de la compañía fue sindicalista, un sindicalista muy radical, y mira, terminó siendo ejecutivo internacional de su empresa. En tu caso, de acuerdo a lo que me han informado, has sido un dirigente exigente, pero sin llegar a extremos. Ya pasaste una etapa, ahora debes pensar que eres un profesional, ya te casaste y tienes tus hijos, debes comenzar a pensar en tu familia.
-Tener interés social o ser de izquierda no tiene por qué ser perjudicial para la empresa.
-La izquierda es una emoción que dura hasta los treinta, después se convierte en una enfermedad. Alguien dijo eso, no recuerdo quién.
-Lo que me asombra es que usted, a diferencia de los demás japoneses, que sólo leen temas empresariales, parece haber leído mucha literatura.
-He leído Don Quijote de la Mancha, en japonés y en castellano, ¿qué te parece?. ¿Tú lo has leído?, porque he encontrado poquísimos latinoamericanos que lo han leído.
-Es que los empresarios y los ejecutivos, hablando de los peruanos que conozco, no leen; es más, opinan negativamente de los que leen novelas y peor aún de los que gustan de la poesía, para ellos esas son mariconadas, no sé si entiende el término.
-Claro. No puede ser, eso es una barbaridad, hombre, una estupidez. Bueno, en los países latinoamericanos en los que he estado he conocido a cada bestia, pero también a gente muy culta. ¿Sabes?, en Nicaragua me hice amigo de Tachito Somoza, cuando era todopoderoso, y conversé en muchas oportunidades con él. Los historiadores se refieren a Tachito como a un hombre muy duro, dicen que su régimen fue autoritario y cruel, como el de su padre, que sí fue un dictador; pero a Tachito yo siempre lo conocí como un caballero, un hombre muy fino, muy culto. Me dio mucha pena su asesinato, hace poco, en Asunción, creo que fue un acto de barbarie. Bueno, ¿qué te decía?... Y, hasta donde yo sé, Tachito, que recitaba de memoria a Rubén Darío, no era maricón sino todo lo contrario. A mí también me gusta la poesía, especialmente la del Siglo de Oro español, Fray Luis de León, Gracilazo y también la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…”
-“sin ver que sois condición de los mismo que culpáis…”
-Ah, también la sabes. Como ves (y verás otras cosas de mí) soy un japonés raro. Yo me siento todavía joven, pero ya estoy en mi época de bombero; a diferencia de casi todos los japoneses, que son budistas o shintoístas, yo soy muy católico, tengo un amigo sacerdote, el padre Martínez, que es mi consejero espiritual, al que quisiera que conozcas. Seamos amigos, llámame Fernando -le dijo.
-Pero usted es el Gerente General, no puedo darle un trato tan familiar.
-Verdad que estamos en el Perú; país conservador y corrupto, me dijeron, y parece que tienen razón, al menos en lo primero. Bueno, entonces dime Don Fernando, ¿vale?.
Luego, en sucesivas oportunidades lo llamaba, le hablaba profusamente de los diversos temas que eran de su interés y al concluir le preguntaba: “¿Qué te parecen mis ideas?”, “Muy interesantes, Don Fernando”, “Entonces haz un resumen, un resumen bonito, y las incluyes en el discurso que tengo que pronunciar cuando se inaugure el comedor de la Planta”. El problema era que nada de lo que había dicho parecía tener relación con la inauguración de un comedor, y más problemático aún era que el Doctor, asombrado de la extrema locuacidad de Don Fernando, había perdido la hilación casi desde el comienzo de la charla, y se limitaba a seguirle la corriente con un reiterado “Sí, pues, tiene usted razón” o un “Hum, claro, habría que ver”, y así era en cada ocasión, por lo que al preparar los discursos tenía que aplicar su propio criterio, se exprimía el cerebro y les ponía frases de lo más rebuscadas, que, pensaba, irían a tono con la extrovertida personalidad del nuevo Gerente General. Cuando le presentaba los proyectos de discurso, que de lo dicho por él no conservaban casi nada, se emocionaba y le decía “Vale, Carlos, me has entendido a la perfección, está muy bien, hombre; es increíble cómo me has captado tan bien”. Tenía una memoria prodigiosa: las tres o cuatro páginas de cada discurso las decía de corrido, sin leer, sin omitir ningún detalle; era como si improvisara, como si las ideas se le fueran ocurriendo en el momento que pronunciaba el discurso, y él sonreía, feliz de que la gente lo escuchara con asombro. “Ay, por Dios”, solía decir cuando se sentía agobiado por una preocupación, en un tono que generaba miradas de curiosidad entre quienes captaban esa expresión. Circuló el rumor de su interés en determinado joven, al que -según se decía- protegía y hasta apoyaba pecuniariamente, pero no pasaban de eso, de simples rumores nunca confirmados, pero dicen que tenía su mismo apellido y que se lo llevó a Paraguay como secretario, Carlitos.
Watanabe tenía sus peculiaridades, que no convencían del todo y generaban alguna resistencia, una suerte de renuencia a reconocerle su alta jerarquía gerencial, especialmente entre los gerentes mayorcitos. El ingeniero Rojas era uno de ellos: solía cuestionarle, en términos de lo más duros, su falta de medidas concretas para afrontar la competencia de las otras marcas o lograr concesiones especiales del gobierno, que permitieran avizorar un futuro auspicioso para la compañía. “¿Cuál es la política de la empresa, Fernando, qué pretendemos, cuál es nuestro norte?. Faltan decisiones, compadre y tú te dedicas sólo a hacer vida social”, lo acosaba día tras día, con variantes que siempre apuntaban a una respuesta que nunca venía. Fernando le respondía siempre con una sonrisa: “No te preocupes, Pedrito, ya verás que todo se irá encaminando; no seas hombre de poca fe, confía en la Divina Providencia, que siempre premia a los hombres buenos”. “Huevadas, Fernando, huevadas”, le contestaba Rojas, en un exceso de confianza inadmisible en el trato hacia un ejecutivo japonés, y a Watanabe no le quedaba otra cosa que decir “Ay, este Pedrito, siempre tan impulsivo, tendré que apoyarlo en sus gestiones en el Ministerio, para que no se sienta tan desprotegido”. Y cumplía. “Carlos -le dijo un día- acompáñame al Ministerio de Industria, el Ministro me ha concedido una entrevista y siempre es bueno ir con un secretario. ¿Qué te parece, estoy elegante?. Voy a llevar este maletín James Bond, lleno de papeles sin importancia, porque quiero impresionarlo. Ver a un ejecutivo importante cargando un portafolio Samsonite siempre impresiona. Y tú por favor, lleva una agenda grande para que tomes nota, escribe cualquier cosa, sobre todo cuando hable el Ministro, eso va a hacer que se sienta halagado y al mismo tiempo comprometido, ¿no te parece?.
En esa época la señora Teresa, la antigua engreída del señor Morozumi, era la secretaria de los directores japoneses: del señor Tanaka -el amiguito de Jacqueline Martinto-, del señor Hamano y del señor Kasahara, pero cuando Kasahara fue reemplazado por Watanabe éste consideró que el alto cargo, nada menos que el de Director Gerente General, requería de una secretaria ejecutiva altamente calificada, por lo que se le encargó al diligente Gerente de Admninistración, don Enrique Koizumi, que convoque a un concurso para contratar a una dama de las más altas calidades y excelente presencia para que ocupe ese cargo, resultando elegida la señora Diana, una descendiente de yugoeslavos, alta, magra en ondulaciones corporales, blanca y de cabellera castaña, alborotada, al estilo african look de esos tiempos, más por flojera de peinársela que por razones estéticas, Carlitos, que sintonizó con su jefe desde un primer momento, aunque nadie sabía en concreto cuáles eran sus funciones, porque cuando la señora Teresa atendía a los tres directores antes mencionados, hasta se daba tiempo para llenar sus geniogramas, esos crucigramas ilustrados que publicaba semanalmente el diario El Comercio.

Yo de Don fernando no puedo sino tener buenos recuerdos, porque se portó bien conmigo, y nunca vi que hiciera daño a nadie. Tenía sus cojudeces, como eso de pepearse tomando su ansiolítico y después mandarse un vaso de jerez, lo que lo dejaba zombi por más de un buen rato, y, o se quedaba dormido o comenzaba a hablar como un loro, aunque a veces le venía la pataleta y ahí sí que se armaban tremendos chongos en la compañía. Yo fui su secretaria durante los casi tres años que estuvo como Gerente General, y la verdad es que casi no tenía chamba, porque él mismo hacía sus reportes y yo tenía todo el tiempo del mundo para dedicarme a mis cosas y me la pasaba conversando con Carlitos y con el ingeniero Malca, especialmente con este último, porque me daba unos consejos matrimoniales que me rompían el esquema, creo que le gustaba morbosearse conmigo, y yo le seguía la corriente, porque cojuda no soy, pero él se la creía, “la Flaca esta a punto” oí que un día le decía a Carlos, su compinche de esa época, fanfarroneándose, como todos los hombres, que se creen súper seductores. Lo que dicen de él, del señor Watanabe, acerca de que era amanerado o gay, no me consta, pero había ciertas cositas que me inquietaban, por ejemplo, se llevaba demasiado bien con Jaime, mi marido, y le venía con frases como “Jaimito, qué guapo que has venido, con razón Diana siempre está contenta”; nos invitaba a su casa y más se la pasaba conversando con él que conmigo, toqueteándolo, haciéndole quecos, tocando sus bíceps, alabándolo, aunque Jaime dice que nunca se le mandó o le insinuó algo que confirme los rumores. “Cosas de patas, de amigos”, me respondía cuando yo le pedía que me explique esas confianzas, y yo le creía. Claro que daba que hacer verlo conversando con los más chibolos de la oficina, pero su trato era muy formal, muy exquisito, incluso al propio Carlos, que era su chochera, su favorito, y a los muchachos de Administración los invitaba a su casa, a conversar y departir tomando sus traguitos los viernes, pero nunca se supo que pasara algo censurable. Jaime y yo también íbamos a esas reuniones, a las que se cuidaba de no invitar a los gerentes, porque eran muy viejos, y a ellos ya no se les puede influir, decía. Me dio mucha pena que su salud se deteriorara tanto y que tuviera que volver prematuramente al Japón, porque no duró ni tres años. Bueno, también tuvo mala suerte, porque en esa época había control de precios, los sindicatos eran muy fuertes y la tensión laboral era cosa de todos los días. Ay, lo que sí recuerdo es que su esposa era bien fea, casi raquítica, yo no sé si se había puesto así por alguna enfermedad pero verla daba nervios, más todavía cuando se ponía sus kimonos y asistía a las reuniones toda ataviada como una japonesa tradicional y llamaba la atención por lo extraña que lucía, por lo patética y no por lo vistosa o elegante, porque los kimonos sí eran bellísimos. Me di la gran vida en ese tiempo, y cuando vino su sucesor, el señor Ohishi, pensé que seguiría así, pero me equivoqué tremendamente. El nuevo gerente general resultó un hijo de puta al que no le caí bien desde el saque y me quitó del cargo al toque. Tal vez pensó que fui yo la que hizo esa broma en la peña donde celebramos el aniversario de la compañía, cuando alguien le entregó un papelito al animador para que salude “al flamante gerente general de la importante empresa automotriz que nos visita, el señor Masao Oshiri”, lo que motivó la ira de mi jefe, porque, aunque no lo parezca, hay bastante diferencia entre Ohishi y Oshiri, empezando porque oshiri quiere decir culo en japonés, o sea que el animador le dio la bienvenida al señor Masao Culo, imagínense, lo que provocó la risa de toda la delegación japonesa y los nikkeis que asistían a ese evento, que eran un montón. Luego de eso ya el trato conmigo fue diferente y no paró hasta cambiarme a Administración. Con el señor Koizumi ya la cosa no fue igual y entonces comencé a buscar chamba por otro lado, porque después de haber sido secretaria de la Gerencia General de una empresa tan poderosa pasar a ser asistenta de Gerencia, y todavía de un gerente decrépito, como ya era Don Enrique, no era nada estimulante. Así que me quité, ambulé por varias empresas importantes y ahora, según dicen, soy la estrella de las ejecutivas de cuenta de la AFP más importante del país. No me puedo quejar. Cuando la vida te quita algo, te da algo, esa es la verdad.

Su gestión fue breve, no llegó a los tres años, abrumado por problemas de salud que él mismo provocaba con su abuso de los tranquilizantes y el whisky, ingeridos simultáneamente, lo que le provocó reiterados desmayos en horas de trabajo. De eso se enteraba toda la empresa, más aún por el hecho de que, por su excesiva corpulencia, tenía que ser cargado y trasladado por varios empleados hasta la ambulancia, para su atención de emergencia en la Clínica Angloamericana. Sin embargo, ese corto tiempo le bastó para implementar un efectivo plan de racionalización de personal, que -no obstante la rigidez de las normas laborales- redujo la compañía en un veinte por ciento, mediante la renuncia incentivada, a la que se acogió principalmente el personal cuya edad superaba los cincuenta años y los calificados como prescindibles. Uno de ellos fue el ingeniero Rojas -cuando ya bordeaba los setenta años de edad-, quien condicionó su retiro a una contratación fuera de planilla por un período mínimo de dos años, con una remuneración mensual que duplicaba el sueldo que tenía al momento de su cese. Él, por su parte, vio la oportunidad de contar con un capital para montar su estudio jurídico e iniciarse como abogado independiente, en vista de que la obtención de su título no le había representado ningún avance en su desarrollo profesional en la empresa, a pesar de que se le había asignado funciones tanto en Relaciones Ministeriales como en Asesoría Legal.
Tenía razón Watanabe, su pasado sindical pesaba demasiado: a pesar de que su jefe, el ingeniero Rojas, apoyó su promoción, ésta no pudo concretarse por la cerrada oposición de quienes consideraban que no debía premiarse a quien había jugado un papel en contra de los intereses de la empresa hacía sólo unos años atrás, eso sería un mal ejemplo. En principio su pedido no fue aceptado, por cuanto se consideraba que era necesario mantenerlo en la empresa y que pagar un incentivo para que se vaya resultaba contradictorio, toda vez que ese beneficio estaba dirigido al personal antiguo o a los ineficientes, pero presionó tanto que terminaron aceptando su solicitud y dispusieron su cese, pagándole un incentivo de dieciocho sueldos, una muy respetable cantidad de dinero que le permitiría empezar su negocio propio. Pero, para aceptar su cese le exigieron la suscripción de un contrato de servicios profesionales, a media jornada, por un tiempo mínimo de dos años, sujeto al pago de una remuneración mensual cercana al sueldo que percibía al momento del cese. Esa fue su providencial tabla de salvación, porque el negocio propio nunca funcionó y al poco tiempo ya tenía claro que su renuncia había sido un craso error. Las tardes en su pomposamente llamado estudio jurídico no pasaban de estériles tertulias con otros jóvenes abogados, que terminaban en largas sesiones de casino y cachito, bien rociadas de pisco y ron, de manera que llegaba a su casa ya de noche, sin haber atendido a un solo cliente, y borracho.